LUIS ANTONIO DE VILLENA
En apenas seis años, el cine basado en la Antigüedad ha seguido, mutatis mutandis, el mismo camino que la literatura. Si la novela histórica (gran género) ha pasado de la imaginación verosímil a los disparates del histórico-esoterismo, el cine ha transitado parigualmente de la verosimilitud al cómic, que significa aquí falta de rigor histórico, para un público que rebaja cualquier exigencia si hay acción y vistosos efectos especiales. Es la distancia que separa Gladiator (2000) de Ridley Scott, de 300 (2006) de Zack Snyder. En medio, Troya (que depauperaba La Ilíada) y la más vistosa Alejandro Magno, que lo que quitaba a la Historia -pese a sus momentos didácticos- lo tomaba de las novelas de Mary Renault.
300 (basada en una historieta gráfica de Frank Miller) tiene como fondo real las llamadas Guerras Médicas y la invasión de Grecia por el rey persa Jerjes, antes de su derrota en Salamina. La batalla en el desfiladero de las Termópilas, donde 300 espartanos al mando de Leónidas tuvieron en jaque al colosal ejército persa hasta sucumbir por la traición de Efialtes, es una bélica hazaña que duró dos días y que la propia Antigüedad transformó en leyenda, no sólo para enaltecer el valor heleno, sino para hacer notar que Grecia estuvo realmente en peligro. La película de Snyder nos lo convierte todo en truco y magia, como si debiera más al mundo medieval de elfos y dragones que a la luminosa Hélade.
Claro que (en el fondo), el filme muestra un enfrentamiento entre buenos y malos. Los primeros son los espartanos y los segundos los persas, cuyo rey Jerjes aparece casi convertido en un bélico drag-queen. Occidente es bueno y Oriente (con soldados de aire moro) malo. Grecia es masculina, viril, potente. Y Persia -pese al poder-, afeminada y decadente. Tópicos y más tópicos llenos de poderío visual que confundirán a la mayoría de los jóvenes o adolescentes (al parecer el público mayoritario de esta cinta) que vea un relato que probablemente desconoce.
Aunque con fondo histórico, 300 sólo debe verse como imaginación pura, muy maniquea, llena de viejos clichés. Cierto que puede existir en la película más de una sombra homoerótica y homófoba a la vez, y hasta un homenaje a la estética masculina de los cuadros neoclásicos de Jacques-Louis David -sobre todo en la primera parte, con menos combates-, entre cuyos lienzos hay un Leónidas en las Termópilas de 1814, lleno de viriles desnudos batalladores, con empenachado yelmo.
Particularmente (confieso) prefiero que lo imaginativo -en cine o en literatura- se mezcle poco con lo histórico. El señor de los anillos es algo distinto a Memorias de Adriano, por poner ejemplos muy evidentes, y la mezcla no agrega sino que desfigura. 300 es un delirio viriloide en defensa de Occidente y de la guerra. Leónidas y las Termópilas, un hecho de valor que los poetas elevaron a símbolo moral, como en el epigrama de Simónides: Diles a los lacedemonios, viajero, / que, obedientes a sus palabras, aquí yacemos». Sobriedad en la histórica leyenda ética, frente al sueño barroquizante de un puro cómic muy norteamericano.
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